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En las aguas del Danubio

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Sin saber cómo había sucedido, el joven teniente se encontró de pronto al mando de una barcaza repleta de mujeres, niños y soldados heridos. Muy pocos de los hombres bajo su mando seguían siendo capaces de combatir. La mayoría ya habían caído en los enfrentamientos contra los rumanos que se habían producido a lo largo de aquella infernal travesía por el río. Los civiles estaban al borde de la desesperación y algunos incluso habían llegado a lanzarse al agua para escapar a nado en medio de aquella locura. No confiaba en que muchos de ellos hubieran conseguido llegar hasta tierra y los que lo hubieran hecho habrían caído en manos enemigas, sin duda.

La niebla lo cubría todo y era tan espesa que apenas podía verse unos metros por delante. El teniente forzaba la vista intentando reconocer la sombra del transporte que les precedía. No podían quedarse atrás o corrían el riesgo de ser cazados por los enemigos que les acechaban y que no dejarían pasar la oportunidad de eliminarles. Además, sin la cobertura del resto de los barcos alemanes, no serían capaces de forzar otro paso ni de repeler un nuevo ataque rumano. De ahí que, sin descanso, el oficial al mando siguiera esforzándose por seguir la estela de la fantasmal silueta de la nave que iba delante de ellos.

Giró la cabeza para mirar a una madre que arropaba a sus hijos mientras les susurraba palabras para calmarlos. Aquella escena no hizo sino reforzar su determinación de poner a salvo a las personas que se encontraban bajo su cargo. Se prometió a sí mismo que salvaría a los civiles, cuyas vidas se habían visto atrapadas por el conflicto.

Una mano en el hombro le hizo abandonar sus pensamientos. Un soldado señalaba algo en la orilla, más allá de la impenetrable niebla. El teniente se fijó en lo que le indicaban, pero no era capaz de ver nada más que nubes. Se hizo el silencio, un silencio casi absoluto, roto sólo por el sonido de los motores y de las embarcaciones deslizándose sobre el agua. Se detuvo a escuchar más atentamente y, entonces, una ráfaga de ametralladora desató el infierno.
El soldado que estaba a su lado cayó al río, atravesado por las balas enemigas. Todos los ocupantes de la barcaza se agacharon, casi como si trataran de fusionarse con los tablones del suelo. Sólo el teniente, en pie, seguía mostrando serenidad. Pero lo cierto es que estaba tan asustado como los demás. Pese a ello, a él le correspondia el deber de rechazar la agresión. No tardó en empezar a dar órdenes claras y precisas a sus soldados mientras los proyectiles silbaban a su alrededor.

Utilizando sus fusiles, los combatientes que iban a bordo empezaron a disparar a ciegas, guiándose más por destellos de luz y por sonidos que por lo que podían ver. Les consolaba, en parte, saber que sus enemigos tampoco eran capaces de verles a ellos con claridad. Sin embargo, las bajas en la embarcación no dejaban de aumentar.

Un fogonazo surgido de la nada evidenció que algunos de los navíos alemanes todavía disponían de artillería. Pronto, varios estruendos lo confirmaron, elevando la moral del teniente y del resto del convoy. Las explosiones en la orilla iluminaron la escena, aunque no aportaron mejor visibilidad. Así pues, el fiero tiroteo continuó sin que ninguno de los dos bandos fuera capaz de identificar claramente a su oponente ni el daño que estaban causando.

Escuchaba los alaridos de los heridos, las llamadas de auxilio de los pasajeros y las voces de los soldados que trataban de organizarse en medio del caos. Cogió el fusil de uno de sus hombres que había sido abatido y apuntó en la dirección en la que suponía que estaban los rumanos. Apretó el gatillo y su bala se perdió en la niebla. Accionó el mecanismo de cerrojo del arma y repitió la operación hasta agotar la munición.

Un proyectil de mortero enemigo cayó en el agua a escasos metros de ellos, levantando un chorro de líquido que les cayó encima. Empapado, la tensión del combate hizo que no sintiera lo fría que estaba. La sacudida hizo que la barcaza temblara y el pánico se adueñó de los civiles que iban a bordo. También los soldados estaban agotados, al borde del colapso, aguardando más una salvación externa que luchando por sí mismos. En esas condiciones, no iban a conseguir rechazar a los rumanos, y el teniente era consciente de ello. Otra ráfaga de ametralladora barrió la embarcación, causando varios muertos y heridos. Los enemigos se estaban cebando especialmente con ellos y no tardarían en ser destruidos.

Una andanada de artillería desgarró el aire, seguida un momento después por una cadenas de brutales explosiones. Los cañonazos continuaron. El teniente podía ver los fogonazos en medio de la niebla y comprendió que un barco fuertemente artillado había llegado hasta allí. Las posiciones rumanas de la orilla estaban siendo machacadas sin piedad.

Tras unos breves minutos de intenso bombardeo, el silencio volvió a apoderarse del río. Ya no había disparos y pese a que no podían verlo, los alemanes sabían que sus enemigos habían sido aniquilados. El teniente respiró, comprendiendo que se habían salvado de nuevo. Aunque todavía tendrían que realizar un gran sacrificio surcando aquel río antes de llegar a su destino.

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